Instituciones litúrgicas por Dom Prosper Guéranger La herejía antilitúrgica.
Libro I —Capítulo XIV: sobre la herejía antilitúrgica y la reforma protestante del siglo XVI, consideradas desde el punto de vista de sus relaciones con la Liturgia.
La Liturgia es una cosa demasiado importante en la Iglesia como para no haber sido el blanco de los ataques de la herejía. Pero de la misma manera en que la autoridad de la Iglesia no fue en absoluto combatida, como noción, directamente por las sectas de Oriente que desgarraron de tan diversos modos el Credo, el racionalismo, en esa patria de los Misterios, no persiguió las formas del culto de manera sistemática. Las sectas orientales, divididas por desacuerdos violentos, aunaron al cristianismo, algunas un panteísmo encubierto, otras el principio mismo del dualismo; pero, por sobre todas las cosas, sintieron la necesidad de creer y de ser cristianas, y su Liturgia expresa perfectamente su situación. Ciertas fórmulas se encuentran deshonradas por blasfemias sobre la Encarnación del Verbo, pero ese desorden no impide que las nociones tradicionales de la Liturgia se conserven en esas fórmulas y en los ritos que las acompañan: más aún, la fe por muy desfigurada que esté, ha sido fecunda, casi hasta nuestros días, en esos hombres que creen mal pero que, sin embargo, quieren creer; y los jacobitas, los nestorianos, contando solamente a partir del año 1000, produjeron más fórmulas litúrgicas, más anáforas, por ejemplo, que los griegos melquitas cuyos libros casi no se acrecentaron desde la separación de la Iglesia Romana, fuera de alguna que otra colección de himnos compuesta por todo tipo de personas y que fueron agregados a los libros de oficios. De todas maneras, este último tipo de plegarias —como son las anáforas, las bendiciones, etc., compuestas por los jacobitas y los nestorianos modernos, cuyos textos, o la nota sobre ellos, podemos hallar en el libro de Renaudot sobre las Liturgias de Oriente, o en la biblioteca oriental de Assemani —no pertenece a la esencia de la Liturgia. El lector se equivocaría, sin embargo, si pensara que nos proponemos señalar esta extrema abundancia como una marca de progreso; la antigüedad, la inmutabilidad de las fórmulas del culto, es la primera de sus virtudes; pero esa fecundidad es, al menos, un signo de vitalidad, y no es posible dejar de reconocer que el estilo eclesiástico de esas anáforas, incluso de las más recientes, está en perfecto acuerdo con el ya consagrado por los siglos. En lo que concierne a las tradiciones sobre los ritos y las ceremonias, las sectas de Oriente las han conservado a todas con una fidelidad poco común, y si a veces se encuentran mezcladas con rasgos supersticiosos, eso mismo es un testimonio, al menos, de un fondo primitivo de fe, así como en nuestro ámbito la disminución progresiva de las prácticas exteriores indica la existencia de un racionalismo secreto cuyos resultados están a la vista. La Iglesia Griega ha conservado, en general, con gran cuidado sino el espíritu al menos las formas de la Liturgia. Ya hemos dicho, en otra parte, como fue predestinada por Dios, al menos por un tiempo, para dar, con la inmovilidad de sus antiguos usos, un irrecusable testimonio de la pureza de las tradiciones latinas. Es por ello que Cirilo Lucaris fracasó de manera vergonzosa en su proyecto de iniciar a la Iglesia Oriental en las doctrinas del racionalismo de Occidente. De todas formas, el espíritu discutidor y puntilloso de Marco de Éfeso persiste en el seno de la Iglesia Griega y, cuando esa Iglesia sea llamada a fundirse en nuestras sociedades europeas, producirá los frutos que le son naturales. Antes de volver a la unidad, la Iglesia Griega tiene que pasar fatalmente por el protestantismo, y tenemos muchas razones para creer que semejante revolución ya se ha llevado a cabo en el corazón de sus pontífices. En el mismo orden de cosas, La Liturgia, forma oficial de una creencia oficial, permanecerá estable o variará de acuerdo con la voluntad del soberano. Así, no hay ninguna posibilidad de herejía litúrgica allí donde el Credo ya está minado, allí donde sólo se encuentra un cadáver de cristianismo que solamente se mueve un poco por resortes o algún tipo de galvanismo, hasta que llegue el momento en que, al desmoronarse, por su propia podredumbre, se volverá tan incapaz de recibir los impulsos externos como lo es, desde hace tiempo, de sentir el ímpetu de la vida. Es, pues, únicamente en el seno de la verdadera Iglesia donde tiene que fermentar la herejía antilitúrgica, es decir esa herejía que se constituye en enemiga de las formas del culto. Es, únicamente, allí donde hay algo para destruir que el espíritu de la destrucción tratará de instilar ese veneno deletéreo. Oriente sólo padeció una vez, aunque con violencia, semejantes convulsiones, y eso fue en el tiempo de la unidad con Roma. En el siglo VIII surgió una secta furiosa que, con el pretexto de liberar el espíritu del yugo de la forma, destrozó, desgarró, quemó los símbolos de la fe y del amor del cristiano; corrió la sangre en defensa de la imagen del Hijo de Dios, como cuatro siglos antes había corrido por el triunfo del verdadero Dios sobre los ídolos. Pero a la cristiandad occidental le estaba reservado ver surgir en su seno la guerra más larga, más empecinada, una guerra que dura todavía, contra el conjunto de los actos litúrgicos. Dos cosas contribuyeron a mantener a las Iglesias de Occidente en ese continuo infortunio: en primer lugar, como acabamos de decirlo, la vitalidad inherente al cristianismo romano, el único que merece el nombre de cristianismo y, por ende, aquel contra el cual tienen que volverse todas las potencias del error; en segundo lugar, el carácter racionalmente material de los pueblos de Occidente que, desprovistos de la flexibilidad mental griega y del misticismo oriental, lo único que saben hacer, en lo que concierne a las creencias, es negar, es arrojar lejos de sí lo que los molesta o los humilla; incapaces, por ambas razones, de seguir, como los pueblos semíticos, la misma herejía durante largos siglos. Esta es la razón por la cual, en nuestro ámbito, exceptuando ciertos hechos aislados, la herejía siempre ha actuado negando y destruyendo. Tal es, como veremos, la tendencia de todos los esfuerzos de la inmensa secta antilitúrgica. 1) El primer rasgo de la herejía antilitúrgica es el odio de la Tradición expresada en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia ese rasgo especial en todos los heréticos a que nos hemos referido, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón de ello es muy fácil de explicar. Todo sectario que pretende introducir una nueva doctrina, se encuentra ineluctablemente en presencia de la Liturgia, que es la Tradición en su máxima expresión, y no descansará hasta acallar esa voz, hasta desgarrar esas páginas que contienen la fe de los siglos pasados. En efecto, ¿cómo hicieron el luteranismo, el calvinismo, el anglicanismo para establecerse y mantenerse en el pueblo? Lo único que tuvieron que hacer fue suplantar con libros nuevos y fórmulas nuevas los libros y las fórmulas antiguas, y así todo fue consumado. Nada podía ya molestar a los nuevos doctores, podían predicar a sus anchas: la fe de los pueblos ya no tenía defensa. Lutero entendió esto con una sagacidad digna de nuestros jansenistas, cuando, en el primer período de sus innovaciones, en la época en que se veía todavía obligado a conservar una parte de las formas externas del culto latino, estableció el siguiente reglamento para la misa reformada: “Aprobamos y conservamos los introitos de los domingos y de las fiestas de Jesucristo, es decir Pascua, Pentecostés y la Natividad. Preferiríamos, con gusto, los salmos enteros de los que se han sacado esos introitos, como era el uso antaño; pero estamos dispuestos a conformarnos con el uso actual. Ni siquiera criticamos a quienes quieran mantener los introitos de los Apóstoles, de la Virgen y de los demás santos, CUANDO ESOS TRES INTROITOS ESTÉN SACADOS DE LOS SALMOS Y DE OTRAS PARTES DE LA ESCRITURA (Lebrun, Explicación de la Misa. Tomo IV, página 13.) A Lutero le horrorizaban los cánticos que la Iglesia había compuesto para la expresión pública de la fe. Sentía muy bien en ellos el vigor de la Tradición que él quería proscribir. Si le reconocía a la Iglesia el derecho de unir su voz, en las santas asambleas, con los oráculos de las Escrituras, corría el riesgo de oír a millones de voces anatematizando sus nuevos dogmas. Así pues, abominó de todo aquello que en la Liturgia no está estrictamente sacado de las Sagradas Escrituras. 2) Reemplazar las fórmulas de estilo eclesiástico por lecturas de la Sagrada Escritura, es el segundo principio de la secta antilitúrgica. De ello obtiene dos beneficios: primero, hacer callar la voz de la Tradición a la que no deja de temer; segundo, es un medio de propagar y de apoyar sus dogmas por vía de afirmación o de negación. Por vía de negación: al silenciar, por medio de una hábil selección, los textos que expresan la doctrina opuesta a los errores que se quiere instaurar; por vía de afirmación: al poner en evidencia los pasajes truncados que al mostrar uno solo de los aspectos de la verdad ocultan el otro ante los ojos del vulgo. Es bien sabido, desde hace muchos siglos, que la preferencia que los heréticos acuerdan a la Sagrada Escritura por encima de las definiciones eclesiásticas, no tiene otra causa que la facilidad de hacer que la Palabra de Dios diga lo que ellos quieren, presentándola u ocultándola de acuerdo con lo que les conviene. Ya veremos, más adelante, lo que hicieron en este sentido los jansenistas, obligados, por su sistema, a conservar el vínculo externo con la Iglesia; en cuanto a los protestantes, terminaron reduciendo la Liturgia, casi por entero, a la lectura de la Escritura, acompañada de discursos que la interpretan desde el punto de vista de la razón. En lo que respecta a la elección y al establecimiento de los libros canónicos, terminaron cayendo en el puro capricho del reformador que, en última instancia, decide no solamente el sentido de la Palabra de Dios sino qué texto debe considerarse parte de esa Palabra. Es así que Martín Lutero, para cuyo sistema panteísta la doctrina de que las obras son inútiles y de que la fe basta son dogmas que necesitan ser establecidos, declaró que la Epístola de Santiago es una epístola sin importancia, y no una epístola canónica, por el solo hecho de que allí se enseña la necesidad de las obras para la salvación. En todos los tiempos y en todas las circunstancias, ocurrirá lo mismo: ninguna fórmula eclesiástica, nada más que la Escritura, pero interpretada, elegida, presentada por aquel o aquellos que sacan provecho de las innovaciones. Es una trampa peligrosa para los simples y es solamente después de mucho tiempo que es posible percatarse del engaño y del hecho de que la Palabra de Dios, esa espada de doble filo como dice el Apóstol, produjo muchas heridas por haber sido blandida por los hijos de perdición. 3) El tercer principio de los heréticos de la reforma de la Liturgia—luego de haber expulsado las fórmulas eclesiásticas y de haber proclamado la necesidad absoluta de emplear únicamente las palabras de la Escritura en el servicio divino, y percibiendo que la Escritura no siempre se presta, como querrían, a sus designios— consiste en fabricar e introducir diversas fórmulas llenas de perfidia con las que los pueblos quedan más sólidamente encadenados al error y con las que todo el edificio de la reforma impía se consolidará por siglos. 4) No habrá que sorprenderse de la contradicción que la herejía demuestra en sus obras una vez se considere que el cuarto principio impuesto por los sectarios, por la naturaleza misma de su estado de rebelión, es la contradicción constante con sus mismos principios. Así tiene que ser para que sean confundidos ese gran día, que llegará tarde o temprano, en el que Dios pondrá de manifiesto su desnudez ante la vista de los pueblos que ellos sedujeron; y, también, porque no es lo propio del hombre el ser consecuente, solamente la verdad puede serlo. Es así como todos los sectarios, sin excepción, comienzan por reivindicar los derechos de la antigüedad; quieren liberar el cristianismo de todo lo falso e indigno de Dios que el error y las pasiones de los hombres le agregaron; no quieren nada fuera de lo primitivo y pretenden entroncar con los orígenes de la institución cristiana. Es por eso que podan, borran, recortan, todo cae bajo de sus golpes; y cuando se espera ver resurgir el culto divino en su pureza primigenia, resulta que hay una invasión de fórmulas nuevas que datan de la víspera, que son incuestionablemente humanas puesto que el que las redactó todavía está vivo. Toda secta pasa necesariamente por esto; lo vimos en el caso de los monofisitas, en el de los nestorianos; volvemos a encontrarnos con lo mismo en todas las ramas del protestantismo. La pretensión de predicar la antigüedad sólo los condujo a rechazar todo el pasado y a jurarle a los pueblos seducidos que todo está bien, que las exageraciones papistas desaparecieron, que el culto divino alcanzó la santidad primitiva. Observemos, también, algo que es característico en el cambio de la Liturgia por los heréticos: en su furia de innovación, no se contentan con recortar las fórmulas de estilo eclesiástico que condenan como meras palabras humanas, sino que extienden su reprobación a las lecturas y a las plegarias mismas que la Iglesia tomó de la Escritura; cambian y substituyen porque no quieren orar con la Iglesia, se excomulgan de este modo a sí mismos y temen hasta la menor parcela de la ortodoxia que dictó la elección de esos pasajes. 5) Puesto que la reforma de la Liturgia fue emprendida por los sectarios con el mismo objetivo que la reforma del dogma, de la que es consecuencia, de esto se desprende que, así como los protestantes se separaron de la unidad con el fin de creer menos, aquellos terminan por verse obligados a eliminar del culto todas las ceremonias, todas las fórmulas que expresan los Sagrados Misterios. Todo lo que no les parecía puramente racional fue tachado por ellos de superstición e idolatría, con lo que disminuyeron las expresiones de la fe, obstruyendo con la duda e incluso con la negación todos los caminos que llevan al mundo sobrenatural. Es así como ya no hay más sacramentos, excepto el bautismo —hasta que llegue el socinianismo que liberará de esa obligación a sus adeptos—, ni sacramentales, bendiciones, imágenes, reliquias de santos, procesiones, peregrinaciones, etc. Ya no hay más altar, sólo una simple mesa; ni sacrificio, como en todas las religiones, sino simplemente una cena; ni iglesia, sólo un templo, como en la época de los Griegos y los Romanos; ni arquitectura religiosa, puesto que no hay más misterios; ni pintura ni escultura cristianas, puesto que no hay más religión sensible; en fin, no hay más poesía en un culto que no está fecundado por el amor ni por la fe. 6) La supresión de los elementos del misterio en la Liturgia Protestante tenía, infaliblemente, que producir la total extinción de ese espíritu de plegaria al que el catolicismo llama unción. Un corazón rebelde no tiene amor, y un corazón sin amor podrá, a lo sumo, producir expresiones tolerables de respeto o de temor, con la frialdad soberbia del fariseo; así es la Liturgia Protestante. Es perceptible que aquel que la recita se aplaude a sí mismo por no pertenecer a la muchedumbre de esos cristianos papistas que rebajan a Dios a su propio nivel con la familiaridad de su lenguaje común. 7) Puesto que trata noblemente con Dios, la Liturgia Protestante no tiene necesidad de la mediación de las creaturas. Pensaría que le falta el respeto al Ser Supremo si invocase la intercesión de la Virgen Santísima o la protección de los santos. Deja de lado toda esa idolatría papista que le pide a la creatura lo que sólo hay que pedirle a Dios; limpia el calendario de todos esos nombres humanos que la Iglesia Romana inscribe, de manera tan temeraria, junto al nombre de Dios; siente, sobre todo, horror del nombre de los monjes y de otros personajes recientes que figuran allí junto a los nombres venerados de los Apóstoles elegidos por Jesucristo, y con los que fue fundada esa Iglesia primitiva que es la única que mantuvo la fe pura y que estuvo libre de toda superstición en el culto y de todo relajamiento en la moral. 8) Como la reforma litúrgica tiene entre sus fines principales la abolición de los actos y las fórmulas de los Sagrados Misterios, de ello se desprende, necesariamente, que sus autores tenían que reivindicar el uso de la lengua vulgar en el servicio divino. Éste es, pues, uno de los puntos más importantes para los sectarios. Sostienen que el culto no es una cosa secreta, que es necesario que el pueblo entienda lo que canta. El odio de la lengua latina es algo innato en el corazón de todos los enemigos de Roma; en ella ven el lazo que une a todos los católicos del mundo, el arsenal de la ortodoxia en contra de todas las sutilezas del espíritu de secta, el arma más poderosa del Papado. El espíritu de rebeldía que los empujó a confiar la plegaria universal al idioma de cada pueblo, de cada provincia, de cada siglo, produjo, por otra parte, sus frutos, y los reformados pueden constatar día a día que los pueblos católicos, a pesar de sus plegarias latinas, aman más y cumplen con mayor celo los deberes del culto que los pueblos protestantes. A toda hora del día, el servicio divino se lleva a cabo en las iglesias católicas: el fiel que asiste deja, en el umbral, su lengua materna; excepto en el momento de la predicación escucha solamente esos misteriosos acentos que dejan de resonar, incluso, en el momento más solemne, durante el Canon de la Misa; y, sin embargo, ese misterio lo encanta de tal manera que no envidia la suerte del protestante, aunque los oídos de éste último sólo escuchen sonidos cuyo significado entiende. Mientras que al templo reformado le cuesta reunir, una vez por semana, a los cristianos puristas, la Iglesia papista ve como, sin cesar, sus numerosos altares son asediados, cada día, por sus religiosos hijos que dejan un momento sus trabajos para ir a escuchar esas palabras misteriosas que tienen que ser del mismo Dios porque nutren la fe y calman el sufrimiento. Confesemos que fue una jugada maestra del protestantismo el haber declarado la guerra a la lengua santa; si pudiera llegar a destruirla, su triunfo total estaría cercano. Desnuda ante las miradas profanas, como una virgen deshonrada, la Liturgia perdió, a partir de ese momento su carácter sagrado y ha de llegar pronto el momento en que el pueblo se dé cuenta de que no vale demasiado la pena abandonar sus labores o sus placeres para ir a oir hablar de la misma manera en se habla en la plaza pública. Saquémosle a la Iglesia de Francia sus declamaciones radicales y sus diatribas contra la supuesta venalidad del clero, y ya veremos si el pueblo irá a escuchar, por mucho tiempo aún, al así llamado Primado de las Galias gritar: El Señor esté con vosotros; y a otros que le responden: Y con tu espíritu. Nos ocuparemos, en otra parte, de manera especial, de la lengua litúrgica. 9) Al despojar la Liturgia del misterio que rebaja a la razón, el protestantismo bien sabía cuál era la consecuencia práctica: liberarse del cansancio y de la molestia que le imponen al cuerpo las prácticas de la Liturgia papista. Para empezar, basta de ayunos y de abstinencias; basta de genuflexiones durante la plegaria; para los ministros del templo, basta de oficios diarios que cumplir, y hasta de las plegarias canónicas para rezar en nombre de la Iglesia. Ésta es una de las formas principales de la gran emancipación protestante: reducir la suma de las plegarias públicas y particulares. Los hechos mostraron pronto que la Fe y la Caridad que se nutren de la plegaria se habían apagado en la Reforma, mientras que en los católicos no dejan de alimentar todos los actos de entrega a Dios y a los hombres, fecundadas como están por el inefable socorro de la plegaria litúrgica que lleva a cabo el clero secular y regular, al que se une la comunidad de los fieles. 10) Como el protestantismo necesitaba una regla para discernir entre las instituciones papistas aquellas que podían ser las más hostiles a sus principios, tuvo que hurgar en los cimientos del edificio católico para encontrar la piedra fundamental que lo sostiene. Su instinto le hizo descubrir de inmediato el dogma inconciliable con cualquier innovación: la autoridad del Papa. Cuando Lutero escribió en su estandarte: Odio para Roma y sus leyes, no hizo otra cosa que promulgar una vez más el gran principio de todas las ramas de la secta antilitúrgica. A partir de allí fue necesario abrogar en masa el culto y las ceremonias, como idolatría romana; la lengua latina, el oficio divino, el santoral, el breviario, abominaciones todas de la gran prostituta de Babilonia. Los dogmas del Pontífice Romano pesan sobre la razón y las prácticas rituales que impone pesan sobre los sentidos; es necesario, entonces, proclamar que sus dogmas no son más que error y blasfemia, y que sus preceptos litúrgicos constituyen una manera de asentar con más fuerza una dominación usurpada y tiránica. Es por eso que en sus letanías emancipadas, la Iglesia Luterana continúa cantando ingenuamente: Del homicida furor, calumnia, rabia y ferocidad del Turco y del Papa, líbranos Señor. (Lutherisches Gesangbuch. Lepizig. Página 667.) Es el momento oportuno para recordar aquí las admirables consideraciones que hace Joseph de Maistre en su libro Acerca del Papa en el que muestra, con gran sagacidad y profundidad que, a pesar de los desacuerdos que tendrían que aislar unas de otras a las distintas sectas separadas, hay una característica que la reúne a todas: el no ser romanas. Imaginemos cualquier tipo de innovación, ya sea en materia de dogma o de disciplina, y ya veremos si es imposible intentarla sin merecer, de buena o mala manera, el mote de no romano o, si se carece de audacia, de menos romano. Habría que ver qué tipo de reposo podría hallar un católico en la primera, o incluso en la segunda, de esas dos situaciones. 11) La herejía antilitúrgica, para asentar para siempre su imperio, necesitaba destruir, de hecho y por principio, todo sacerdocio en el cristianismo; porque se daba cuenta de que allí donde hay un pontífice hay un altar, y que donde hay un altar hay un sacrificio y, por lo tanto, un ceremonial misterioso. Luego, pues, de haber abolido la calidad de Supremo Pontífice, hacía falta aniquilar el carácter del obispo del que emana la mística imposición de manos que perpetúa la jerarquía sagrada. De allí proviene un vasto presbiterianismo que no es sino la consecuencia inmediata de la eliminación del Supremo Pontificado. A partir de ese momento, ya no existe el sacerdote propiamente dicho; ¿cómo la simple elección, sin consagración, podría hacer de él una persona sagrada? La reforma de Lutero o de Calvino no tendrá más que ministros de Dios, o simples hombres, según se prefiera. Pero no es posible detenerse en este punto. Elegido e instalado por laicos, cubierto en el templo con la túnica de una vaga magistratura bastarda, el ministro no es más que un laico revestido de una función accidental; en el protestantismo, entonces, sólo hay laicos, y así tenía que ser puesto que ya no hay Liturgia, y ya no hay más Liturgia porque sólo hay laicos. 12) Para terminar, y es éste el último grado de embrutecimiento, como el sacerdocio ya no existe puesto que la jerarquía está muerta, el Príncipe, única autoridad posible entre laicos, se proclama Jefe de la Religión, y así se ve a los más temibles reformadores, después de haber sacudido el yugo espiritual de Roma, reconocer al soberano temporal como Pontífice Supremo y colocar el poder sobre la Liturgia entre las atribuciones del derecho real. Así pues, el dogma, la moral, los sacramentos, el culto, el cristianismo, sólo existirán en la medida en que le plazca al Príncipe, ya que al serle concedido el poder absoluto sobre la Liturgia también se le concedió sobre todas esas cosas que ésta expresa y aplica en la comunidad de los fieles. Ese es, sin embargo, el axioma fundamental de la Reforma en la práctica y en los escritos de los doctores protestantes. Un último rasgo completará el cuadro y pondrá al lector en condiciones de juzgar cuál es la naturaleza de esa pretendida liberación, llevada a cabo con tanta violencia con respecto al Papado, para luego dar lugar, necesariamente, a una dominación que destruye la naturaleza misma del cristianismo. Es cierto que en sus orígenes la secta antilitúrgica no acostumbraba a halagar de tal modo a los poderosos: albigenses, valdenses, wiclifitas, husitas, todos enseñaban que era necesario resistir y aun combatir a cualquier príncipe o magistrado que se encontrase en estado de pecado mortal, sosteniendo que un príncipe quedaba desposeído de su derecho desde el momento en ya no estaba en estado de gracia. La razón de esto es que esos sectarios temían la espada de los príncipes católicos, verdaderos obispos del poder temporal, y que tenían mucho para ganar socavando su autoridad. Pero desde el momento en que los soberanos, asociados a la rebelión en contra de la Iglesia, quisieron hacer de la religión algo nacional, un medio de gobierno, la Liturgia reducida, lo mismo que el dogma, a los límites de un país, terminó, naturalmente, por depender de la más alta autoridad del país en cuestión; y los reformadores no pudieron dejar de sentir el más vivo reconocimiento por quienes prestaban la ayuda de un brazo poderoso para el establecimiento y la subsistencia de sus teorías. Es muy cierto que hay una verdadera apostasía en esta preferencia otorgada, en materia de religión, a lo temporal por sobre lo espiritual; pero se trataba para los reformadores de una necesidad absoluta de supervivencia. No sólo hay que ser consecuente, también hay que vivir. Es por eso que el mismo Lutero que se separó con estruendo del Pontífice Romano, acusándolo de todas las abominaciones de Babilonia, no se avergonzó al tener que declarar la legitimidad teológica del doble matrimonio del Landgrave de Hesse; y es por eso, también, que el abate Grégoire encontró en sus principios el modo de conciliar su voto en la Convención por la condena a muerte de Luis XVI, con su defensa, al mismo tiempo, de Luis XIV y de José II en contra de los Romanos Pontífices. Tales son las principales máximas de la secta antilitúrgica. No hemos, por cierto, exagerado en nada; no hemos hecho más que señalar la doctrina cien veces profesada en los escritos de Lutero, de Calvino, de los Centuriadores de Magdeburgo, de Hospiniano, de Kemnitz, etc. Es fácil consultar estos libros o, más bien, la obra inspirada en ellos y que está a la vista de todo el mundo. Hemos creído que era útil poner en evidencia sus principales características. Siempre es algo provechoso conocer el error; la enseñanza directa es a veces menos ventajosa y menos fácil. Con todos estos datos, el lógico católico puede establecer las tesis contrarias. (Traducción de Miguel Frontán Alfonso)
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